Todo
había comenzado con una taza de café en un cafetería de Madrid
cuyo nombre no recuerdo y cuya calle no sé donde está. Pero ahora
sé que nada ocurre por casualidad: ya sea el destino, una señal
divina, o una simple coincidencia, algo dentro de mí me impulsó
a entrar en aquel espacio,
a sentarme en aquella impecable silla metálica, y a depositar todos
mis pensamientos en una vieja hoja de papel de un desgastado cuaderno
que por azar llevaba conmigo encima aquel extraño día en el que
tuve consciencia
de mi otro “yo”, es decir, de
mi propio álter ego.
No
sabría decir en qué
momento llegó, pero lo que sí que puedo narrar es la manera en la
que me sobresaltó,
impidiéndome articular palabras alguna. Y
aunque me hubiese gustado deshacerme de ese grito ahogado que en mi
boca nació y a punto estuvo de salir de mi interior de manera
irascible, al final no lo hice y ni dije ni hice tampoco nada,
pues
de inmediato
fui
ahuyentada
por
el bramante sonido de una cafetera express ubicada a varios metros
del lugar en el que yo
me encontraba.
Levanté
la mirada y ahí estaba ella, tan distinta a mí que ni tan siquiera
me habría fijado en su existencia si no hubiese sido por
que sin previo aviso me sobresaltó
su presencia al retirar la silla contigua
a la mía y no pude evitar mirarla a través del rabillo del ojo; era
en cierta forma tan igual a mí que casi parecíamos
hermanas gemelas, pero salvando las diferencias. Su piel era más
blanca que
la mía, sus ojos de un verde esmeralda, sus cabellos largos, rizados
y de un tono rojizo intenso, al contrario que yo que era más bien
morena de piel, de ojos oscuros, y de cabellos de color apagado y
claro.
Sin
esperarlo, y
sin que
yo la
incitara
a hacerlo, comenzó a hablarme, y aunque me hubiese gustado ignorarla
no pude
hacerlo, pues ya tenía su mano extendida a la altura de mi pecho con
la palma completamente abierta.
- Alice Roosevelt. - Así fue como se presentó ante mí.
Con
un nombre que me resulto encantador y a su vez extrañamente
familiar. Y al instante caí en la conclusión de que debía
presentarme como era debido.
- Yoanna... - Sisee.- Yoanna Cressmonh.
Sus
labios pintados del color carmesí se extendieron en su rostro y me
dejaron ver la forma de unos dientes blancos como perlas
perfectamente alienados entre sí.
- Un placer.
Y
nada más me dijo, pues
ella siguió a lo
suyo y yo entretuve a mi propio tiempo dando trazos a la letras que
en el papel en blanco iban formando las palabras de frases
incoherentes que no sabría cómo
añadir a esa novela que nunca di por finalizada desde hacía ya
mucho tiempo.
- ¿Escritora?
Levanté
la mirada sobresaltada y de nuevo me topé con sus ojos, ahora
puestos
en mí y en el papel cuyas últimas líneas había borrado con gran
esfuerzo e interés, tachándolas sucesivamente, como si nunca
hubieran salido de mi cabeza o hubiesen sido escritas por mi puño y
letra.
- Aficionada.
Ella
asintió con la cabeza.
- ¿Puedo?
Me
hubiera gustado decirla que no, quise hacerlo, pero no pude negarme a
ser una chica obediente que recibe la orden de un adulto y entrega lo
que está haciendo para que se lo supervisen.
Al
extender mi cuaderno, mi mano se topó
con la suya y sentí un extraño hormigueo en mi interior, una
sacudida que me golpeó
con violencia las extremidades y esa fue la razón por la cual mi
mano se quedó
inmóvil, y mi dedos rígidos
y el cuaderno se golpeó
contra el suelo.
Akasha
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